José Mª Martínez

 

 

 

Lo menos un año hacía ya que veníamos engordando en casa el tocino. Se había hecho enorme.

            -Pesará ocho u nuebe arrobas –repetía mi padre con satisfacción.

            También yo estaba contento porque había contribuido a ello sacándolo a pasear por el camino El Pllano.

            Ahora, al pobre, le llegaba su san Martín.

            Recuerdo que mi padre apalabraba al matadó con quince días de antelación. Siempre para un sábado  de los comprendidos entre la Purísima y san Antonio. De esta manera no perdía el jornal en la Sierra.

            Era costumbre invitarlo a comer. Además se le pagaban 50 pesetas. Si ya tenía otro compromiso, venía a cenar.

            Una vez señalado el día, uno se encargaba muy mucho de repetir en la escuela a los compañeros:

            -Este sábado materén el tozino.

            Y a uno ya no se le iba esa especie de hormigueo que recorre el cuerpo cuando adivina que se acerca una gran fiesta, hasta que caía rendido por tanta tensión y tanto jaleo el día del mondongo, llenas las piernas de “crabas” y embotada la nariz por los aromas de especies y los olores  de guisos.

            Aquel día, desde muy temprano, había trajín en casa. Las mujeres cocían las sopas de pan y limpiaban “los budillos” encargados en Graus.

            Nadie te llamaba, pero allí estabas tú, estorbando en todas partes. Por último, bajabas a la calle.

            Todo estaba ya dispuesto: el banco y las aldiagas, envueltas aún en los buixos para no pincharse. Con ellos y algo de leña encendías una fogateta y esperabas…

            Poco más tarde las nueve llegaba tío Joaquín de la Miguela, que era el matadó, con el capazo en la mano. Recuerdo que me encantaba rechiralo: los cuchillos limpios y, sobre todo, grandes; los otros, viejos, para rascá; las tenazas, las toscas… El gancho me atraía sobremanera: nunca pude, a pesar de las reprimendas resistir la tentación de cogerlo y simular con él, en el aire, uno o dos cachetes para enganchar otros tantos tocinos.

            En torno al fuego coincidíamos tos, familiares y vecinos.

            Tras calentarse las manos, bajaba mi madre con el delantal y una calderilla vacía. Entonces nos dirigíamos todos al corral.

            Mamá abría la puerta de la corraleta. Colocaba la mano dentro de la calderilla y hacía ruido para que el tocino saliera.

            El matadó se escondía detrás, ocultando el gancho.

            Estoy seguro que cualquier otro día el cerdo hubiera salido disparado en busca de la pastura. Pero aquel día, quizás sospechando algo, tardaba más en asomar. Cuando finalmente lo hizo, gruñía muy quedo y yo quise entender que desconfiaba.

            Instintivamente me tapé los oídos.

            Cuando tuvo medio cuerpo afuera, al levantar la cabeza en busca de la supuesta comida que mi madre simulaba  ofrecerle, el matadó le clavó el gancho en la garganta. Un gruñido agudísimo removió mi estómago. Entre todos lo arrastraron  hacia la calle tirando de él de las orejas.

 

            Una vez en la calle, lo levantaron agarrándolo por las patas y lo tumbaron en el banco. Tío Joaquín se sujetó el gancho en la corba izquierda y le clavó el cuchillo en el cuello. Cuando lo retiró, la sangre empezó a salir a chorro. Mi madre arrimó la claderilla y la recogía para el mondongo.

 

Lo menos un año hacía ya que veníamos engordando en casa el tocino. Se había hecho enorme.

            -Pesará ocho u nuebe arrobas –repetía mi padre con satisfacción.

            También yo estaba contento porque había contribuido a ello sacándolo a pasear por el camino El Pllano.

            Ahora, al pobre, le llegaba su san Martín.

            Recuerdo que mi padre apalabraba al matadó con quince días de antelación. Siempre para un sábado  de los comprendidos entre la Purísima y san Antonio. De esta manera no perdía el jornal en la Sierra.

            Era costumbre invitarlo a comer. Además se le pagaban 50 pesetas. Si ya tenía otro compromiso, venía a cenar.

            Una vez señalado el día, uno se encargaba muy mucho de repetir en la escuela a los compañeros:

            -Este sábado materén el tozino.

            Y a uno ya no se le iba esa especie de hormigueo que recorre el cuerpo cuando adivina que se acerca una gran fiesta, hasta que caía rendido por tanta tensión y tanto jaleo el día del mondongo, llenas las piernas de “crabas” y embotada la nariz por los aromas de especies y los olores  de guisos.

            Aquel día, desde muy temprano, había trajín en casa. Las mujeres cocían las sopas de pan y limpiaban “los budillos” encargados en Graus.

            Nadie te llamaba, pero allí estabas tú, estorbando en todas partes. Por último, bajabas a la calle.

            Todo estaba ya dispuesto: el banco y las aldiagas, envueltas aún en los buixos para no pincharse. Con ellos y algo de leña encendías una fogateta y esperabas…

            Poco más tarde las nueve llegaba tío Joaquín de la Miguela, que era el matadó, con el capazo en la mano. Recuerdo que me encantaba rechiralo: los cuchillos limpios y, sobre todo, grandes; los otros, viejos, para rascá; las tenazas, las toscas… El gancho me atraía sobremanera: nunca pude, a pesar de las reprimendas resistir la tentación de cogerlo y simular con él, en el aire, uno o dos cachetes para enganchar otros tantos tocinos.

            En torno al fuego coincidíamos tos, familiares y vecinos.

            Tras calentarse las manos, bajaba mi madre con el delantal y una calderilla vacía. Entonces nos dirigíamos todos al corral.

            Mamá abría la puerta de la corraleta. Colocaba la mano dentro de la calderilla y hacía ruido para que el tocino saliera.

            El matadó se escondía detrás, ocultando el gancho.

            Estoy seguro que cualquier otro día el cerdo hubiera salido disparado en busca de la pastura. Pero aquel día, quizás sospechando algo, tardaba más en asomar. Cuando finalmente lo hizo, gruñía muy quedo y yo quise entender que desconfiaba.

            Instintivamente me tapé los oídos.

            Cuando tuvo medio cuerpo afuera, al levantar la cabeza en busca de la supuesta comida que mi madre simulaba  ofrecerle, el matadó le clavó el gancho en la garganta. Un gruñido agudísimo removió mi estómago. Entre todos lo arrastraron  hacia la calle tirando de él de las orejas.

 

            Una vez en la calle, lo levantaron agarrándolo por las patas y lo tumbaron en el banco. Tío Joaquín se sujetó el gancho en la corba izquierda y le clavó el cuchillo en el cuello. Cuando lo retiró, la sangre empezó a salir a chorro. Mi madre arrimó la claderilla y la recogía para el mondongo.

 

Lo menos un año hacía ya que veníamos engordando en casa el tocino. Se había hecho enorme.

            -Pesará ocho u nuebe arrobas –repetía mi padre con satisfacción.

            También yo estaba contento porque había contribuido a ello sacándolo a pasear por el camino El Pllano.

            Ahora, al pobre, le llegaba su san Martín.

            Recuerdo que mi padre apalabraba al matadó con quince días de antelación. Siempre para un sábado  de los comprendidos entre la Purísima y san Antonio. De esta manera no perdía el jornal en la Sierra.

            Era costumbre invitarlo a comer. Además se le pagaban 50 pesetas. Si ya tenía otro compromiso, venía a cenar.

            Una vez señalado el día, uno se encargaba muy mucho de repetir en la escuela a los compañeros:

            -Este sábado materén el tozino.

            Y a uno ya no se le iba esa especie de hormigueo que recorre el cuerpo cuando adivina que se acerca una gran fiesta, hasta que caía rendido por tanta tensión y tanto jaleo el día del mondongo, llenas las piernas de “crabas” y embotada la nariz por los aromas de especies y los olores  de guisos.

            Aquel día, desde muy temprano, había trajín en casa. Las mujeres cocían las sopas de pan y limpiaban “los budillos” encargados en Graus.

            Nadie te llamaba, pero allí estabas tú, estorbando en todas partes. Por último, bajabas a la calle.

            Todo estaba ya dispuesto: el banco y las aldiagas, envueltas aún en los buixos para no pincharse. Con ellos y algo de leña encendías una fogateta y esperabas…

            Poco más tarde las nueve llegaba tío Joaquín de la Miguela, que era el matadó, con el capazo en la mano. Recuerdo que me encantaba rechiralo: los cuchillos limpios y, sobre todo, grandes; los otros, viejos, para rascá; las tenazas, las toscas… El gancho me atraía sobremanera: nunca pude, a pesar de las reprimendas resistir la tentación de cogerlo y simular con él, en el aire, uno o dos cachetes para enganchar otros tantos tocinos.

            En torno al fuego coincidíamos tos, familiares y vecinos.

            Tras calentarse las manos, bajaba mi madre con el delantal y una calderilla vacía. Entonces nos dirigíamos todos al corral.

            Mamá abría la puerta de la corraleta. Colocaba la mano dentro de la calderilla y hacía ruido para que el tocino saliera.

            El matadó se escondía detrás, ocultando el gancho.

            Estoy seguro que cualquier otro día el cerdo hubiera salido disparado en busca de la pastura. Pero aquel día, quizás sospechando algo, tardaba más en asomar. Cuando finalmente lo hizo, gruñía muy quedo y yo quise entender que desconfiaba.

            Instintivamente me tapé los oídos.

            Cuando tuvo medio cuerpo afuera, al levantar la cabeza en busca de la supuesta comida que mi madre simulaba  ofrecerle, el matadó le clavó el gancho en la garganta. Un gruñido agudísimo removió mi estómago. Entre todos lo arrastraron  hacia la calle tirando de él de las orejas.

 

            Una vez en la calle, lo levantaron agarrándolo por las patas y lo tumbaron en el banco. Tío Joaquín se sujetó el gancho en la corba izquierda y le clavó el cuchillo en el cuello. Cuando lo retiró, la sangre empezó a salir a chorro. Mi madre arrimó la claderilla y la recogía para el mondongo.

 

Lo menos un año hacía ya que veníamos engordando en casa el tocino. Se había hecho enorme.

            -Pesará ocho u nuebe arrobas –repetía mi padre con satisfacción.

            También yo estaba contento porque había contribuido a ello sacándolo a pasear por el camino El Pllano.

            Ahora, al pobre, le llegaba su san Martín.

            Recuerdo que mi padre apalabraba al matadó con quince días de antelación. Siempre para un sábado  de los comprendidos entre la Purísima y san Antonio. De esta manera no perdía el jornal en la Sierra.

            Era costumbre invitarlo a comer. Además se le pagaban 50 pesetas. Si ya tenía otro compromiso, venía a cenar.

            Una vez señalado el día, uno se encargaba muy mucho de repetir en la escuela a los compañeros:

            -Este sábado materén el tozino.

            Y a uno ya no se le iba esa especie de hormigueo que recorre el cuerpo cuando adivina que se acerca una gran fiesta, hasta que caía rendido por tanta tensión y tanto jaleo el día del mondongo, llenas las piernas de “crabas” y embotada la nariz por los aromas de especies y los olores  de guisos.

            Aquel día, desde muy temprano, había trajín en casa. Las mujeres cocían las sopas de pan y limpiaban “los budillos” encargados en Graus.

            Nadie te llamaba, pero allí estabas tú, estorbando en todas partes. Por último, bajabas a la calle.

            Todo estaba ya dispuesto: el banco y las aldiagas, envueltas aún en los buixos para no pincharse. Con ellos y algo de leña encendías una fogateta y esperabas…

            Poco más tarde las nueve llegaba tío Joaquín de la Miguela, que era el matadó, con el capazo en la mano. Recuerdo que me encantaba rechiralo: los cuchillos limpios y, sobre todo, grandes; los otros, viejos, para rascá; las tenazas, las toscas… El gancho me atraía sobremanera: nunca pude, a pesar de las reprimendas resistir la tentación de cogerlo y simular con él, en el aire, uno o dos cachetes para enganchar otros tantos tocinos.

            En torno al fuego coincidíamos tos, familiares y vecinos.

            Tras calentarse las manos, bajaba mi madre con el delantal y una calderilla vacía. Entonces nos dirigíamos todos al corral.

            Mamá abría la puerta de la corraleta. Colocaba la mano dentro de la calderilla y hacía ruido para que el tocino saliera.

            El matadó se escondía detrás, ocultando el gancho.

            Estoy seguro que cualquier otro día el cerdo hubiera salido disparado en busca de la pastura. Pero aquel día, quizás sospechando algo, tardaba más en asomar. Cuando finalmente lo hizo, gruñía muy quedo y yo quise entender que desconfiaba.

            Instintivamente me tapé los oídos.

            Cuando tuvo medio cuerpo afuera, al levantar la cabeza en busca de la supuesta comida que mi madre simulaba  ofrecerle, el matadó le clavó el gancho en la garganta. Un gruñido agudísimo removió mi estómago. Entre todos lo arrastraron  hacia la calle tirando de él de las orejas.

 

            Una vez en la calle, lo levantaron agarrándolo por las patas y lo tumbaron en el banco. Tío Joaquín se sujetó el gancho en la corba izquierda y le clavó el cuchillo en el cuello. Cuando lo retiró, la sangre empezó a salir a chorro. Mi madre arrimó la claderilla y la recogía para el mondongo.

 

                 

                 Poco a poco, los gruñidos se iban haciendo más graves; su garreo, menos  nervioso; su respiración y el vaho que exhalaba en cada respiración, más apagada…

                 Finalmente, el animal emitió una especie de resoplido gutural como el que hace un acordeón cuando se pliega y quedó inmóvil, con los ojos abiertos y la lengua colgándole de la boca espumosa.

 

                 El matado limpiaba el cuchillo frotándolo en la paletilla del animal y desclavaba el gancho. Con una broca de buixo le taponó el enorme boquete de la garganta, evitando así que se derramara más sangre.

Después comer un trozo de torta y tomar una copita de anís, los hombres que nos habían ayudado se despedían y se marchaba.

            Tras una breve calentadeta en la fogata, tío Joaquín rebuscaba  en su capazo y dejaba encima del tocino unas tenazas de punta  plana que íbamos cogiendo para,  retorciendo un mechón de pelo, arrancarlo hasta completar un puñado.

            Hecho esto, se separaban las aldiagas. Se encendía una y se empezaba a rustí el cerdo. El fuego levantaba unas ampollas en la piel del animal que rápidamente acudíamos a rascar con los cuchillos más viejos.

 

            Era curioso observar cómo le aplicaba una aldiaga encendida en cada pata. A medio quemar, la soltaba. Rápidamente retorcía y estiraba para fuera para desprender con aparente facilidad cada uno de los cascos de la pata.

 


           Realizada esta operación por los dos lados, mi madre bajaba una calderilla con agua muy caliente que derramaba por encima del animal al tiempo que empezábamos a frotarlo con las toscas.

           Después el matadó lo afeitaba de morro a cola. Y ese era un momento especial para los zagales, porque le cortaba un trozo y nos la daba. Corríamos con ella hasta la fogateta, la asábamos allí y después, nos la comíamos saboreándola hasta el último huesecillo.

 

               

          Después de atarle el culo, se le colocaba el tricallón, un palo de carrasca, entre los tendones de sus patas traseras y se izaba hasta dejarlo colgado en el balcón de casa. Allí lo abrían en canal y empezaban a trocearlo.

 

       Primero, la empana que recogían las mujeres en cestas cubiertas de blanquísimos paños blancos junto con los demás tajos que se subían de inmediato a la cocina.

       Una vez vaciado el cerdo ya se había hecho la hora de comer. Allí estaban todos los tíos y los primos y las primas y los vecinos más próximos. Una mesada que no se repetía ni aún el día de la Fiesta Mayor.

 

 

 

      El tocino quedaba colgando. Eso si, un poco más alto de lo normal para evitar la visita traicionera de algún perro y con unas aldiagas debajo para impedirles hacer cualquier travesura.

      Eran típicas las judías mondongueras (judías de bolet hervidas y refritas con carne de cerdo) y frichinache (melsa, hígado y carne magra con una picada.

      No faltaban el café y las copas.

      Para cenar se comía lomo, morcilla y tortetas.

      Era, sin duda, el día más grande del año.

      Tras una larga sobremesa los hombres bajaban y acababan de despedazar al cerdo. Las mujeres empezaban a mondonguiá.                               Primero limpiaban las tripas descordando los budillos. Lavaban la tripa y hacían los budillos delgados medidos para las longanizas. Los más gruesos se cortaban más cortos para hacer morcillas de sangre o butifarras negras de arroz y cebolla.

      Luego empezaban a  separar las carnes en tres clases:

         - la de los chorizos, la mejor

         - la de las longanizas bastas, con más grasa

         - la de las longanizas finas

      Una vez triadas se capolaban con la máquina por separado y se arreglaban con las especies.

 

    Después se hacían las tortetas. Primero las blancas.

    Recién salidas del caldero se llamaba a los hombres, que ya jugaban al guiñote en el comedor, para que las probaran.

    A la una o las dos de la noche, las mujeres empezaban a despedirse. Se tapaban con las toquillas y se marchaban.

    Descansadas las carnes, al día siguiente se embutía toda la longaniza.       Con una aguja se pinchaban para sacarles el aire y el agua. A continuación se guardaban en una canasta en la despensa para refrescarlas.

     Con todo lo hervido: grasas, cuerdos,  carnes sangrosas y sangre mezcladas con especies se hacían las butifarras y después las morcillas de arroz negras y las blancas.

      Las grasas sobrantes se freían en una cacerola, se colaban en un puchero y se guardaba la manteca en la buixiga del tocino.

      En la saladera ya esperaba un saco de sal para frotar con ellas y enterrar después los jamones, los espaldás, las patas, orejas, morro y el rosario (la columna).

       La saladera se inclinaba a un lado y por un agujero salía la salmuera que se recogía para las torceduras.

       Por último, todo se colgaba en varas, longanizas finas, bastas, morcillas… Las tortetas extendidas en unos cañizos, la saladera repleta, los pucheros de barro con aceite de freír y la costilla, el lomo, las salchichas…

 

 

 

 

-¡Da gloria belo –exclamaba mi madre.

 

-Si. Ya tenín despensa pa to  l´añ  -contestaba mi padre orgulloso.
       Terminado el mondongo y vuelta la normalidad a la casa, era hora de devolver  “el presente”. Generalmente consistía en unas tortetas, morcilla, lomo y un trozo de costilla. Esto con alguna ligera variación porque la costumbre era:

-Lo que te traeban, tornabas.

El día del mondongo no faltaba en ninguna casa la visita sigilosa y sorprendente de Toñeta Agustina que aparecía súbitamente en la cocina con el espanto correspondiente entre las mullés y la parálisis integral en los zagals.

 Ella, con la mayor de las ingenuidades, preguntaba:

-¿Tos ez espantaú?

-Sí que mos hen espantau. Has de llamá –le recriminaban las mujeres.

  Finalmente se le daba alguna cosa y se marchaba, no sin antes preguntar:

  -¿Te fará falta?

La  inesperada visita había alejado de mi cuerpo hasta el sueño. Me entretenía cogiendo con las tenzas una rameta encendida a la que hacía dibujar culebretas en el aire.

Mi madre sentenciaba:

-Si chugas con fuego, te pixarás en la cama.

Y esa era una manera como otra cualquiera de decirme que me fuera a la cama.

-Hasta mañana. Buenas noches.